La Costera del Bonito (II La llegada)
El viaje fue incómodo y largo. Mis casi 190 cm de humanidad eran apreciados cuando jugaba al baloncesto con los amigos, pero en un autobús de línea regular y clase turista significaron una tortura para mis articulaciones.
Recuerdo, además, algunos detalles desagradables del conductor, un tipo cargado de mal genio y mala educación hacia algunos de los viajeros. En fin, la parte terrestre de mi aventura no comenzaba con buen pie.
Sobre las 9 de la mañana, tras casi 600 km, llegamos a Ribadeo. El cuerpo me pedía un buen desayuno y, al terminar pregunté por los autobuses para Burela. Había salido uno a las 9:15, así que tenía que esperar al de las 12. Ese tiempo lo empleé en dar una vuelta por la villa, en un paseo donde descubrí lugares interesantes y unas magníficas vistas a la ría.
En un viejo autobús recorrí los poco menos de 40 kilómetros que quedaban hasta mi destino. Bajé en la parada más cercana al puerto pero, a falta de un taxi, tuve que cargar con todo el equipaje hasta la Cofradía. Al entrar sentí que todo el mundo se fijaba en aquel tipo alto que llegaba cargado de ropa y trastos. No, mi mundo no era aquel lugar marinero…
Entré en el bar y, mientras tomaba algo, pregunté por el Patrón Mayor de la Cofradía. Me dijeron que tardaría un poco y mientras esperaba salí a dar una vuelta por el puerto. Entonces ¡vi mi barco, el Alfredo Vieira!. Era un pesquero gris azulado, de casco metálico y la cubierta de tablones, con unos cuantos ojos de buey en el costado, unas complicadas antenas en lo alto y un puente de mando ancho y moderno. «No es muy grande ni muy pequeño, pero es precioso», me dije. Le calculé unos 30 m de eslora, y unos 7 u 8 m de manga, y de momento no se veía actividad en el barco. Estaba atracado en el muelle por el costado de estribor, junto con otros barcos del estilo, unos azules, otros rojos, y otros más pequeños en amarres vecinos.
Por fin vi al Patrón Mayor de la Cofradía, quien me reconoció enseguida. Charlamos un rato y me presentó a Pepe Trochero, uno de los armadores. Dejé parte del equipaje en el barco – el calibre, los libros y los estadillos del IEO -, pero hasta que viniese el patrón del barco no podía entrar a ver mi camarote. Hasta la salida a la mar tenía la opción de hospedarme en el barco, en una pensión o en la Casa del Mar. En principio, elegí la pensión.
Mientras esperaba conocí a un par de tipos, un marinero de Guetaria y otro que lo había sido, pero que ahora trabajaba en la lonja. Hacía fresquito – el sol no había brillado en toda la tarde – y soplaba una fuerte brisa del noreste. Al final, el Patrón Mayor me dijo que el patrón del A. Vieira no iba a venir y que zarparía el miércoles de madrugada, en lugar del martes. También me dijo que tenía habitación reservada en la Casa del Mar y que allí estaría muy bien. Dejé parte del equipaje y me fui con mi cámara y algo de ropa. Ya en el pueblo pregunté a un hombre de esos curtidos por el mar y me acompañó hasta la puerta mientras no paraba de hacerme preguntas. Me contó que era un viejo marinero jubilado que había ejercido en la marina mercante y, en los últimos años, como pescador.
Me llevé una grata sorpresa con la Casa del Mar: era un enorme edificio que funcionaba como alojamiento y mantenía las oficinas propias de esta institución. La encargada de la recepción me identificó enseguida como “el Biólogo” gracias a que el Patrón Mayor había llamado antes. Era la segunda vez que me llamaban así, «el Biólogo». Parece una tontería pero para mí tuvo su significado. Sonaba muy bien. Tras seis años de trabajo, noches de estudio, transportes públicos de casa a la Facultad y de allí a casa, comidas rápidas en la Ciudad Universitaria y muchos nervios ante cada examen, aquello de «el Biólogo», sonaba de maravilla.
Me llevé una gran alegría al ver la habitación nº 7: cama doble con cuarto de baño propio. Dieciocho horas después de salir de Madrid, con una noche de autobús y sin descansar desde la tarde anterior, una buena ducha, unos minutos echado en mi cama y ropa limpia era cuanto necesitaba para salir a conocer Burela.
Antes de seguir quiero contaros algo sobre la Casa del Mar o la Casa do Mar de Burela. Las Casas del Mar pertenecen al Instituto Social de la Marina (ISM) y dependen del Ministerio de Empleo y Seguridad Social. Son instalaciones destinadas a facilitar la vida en tierra a la gente de la mar. Algunas de ellas, como la de Burela, poseen hospederías con unos precios muy inferiores al resto de los alojamientos hoteleros. Son utilizadas de forma temporal por los marineros y sus familiares, para proporcionar alojamiento lejos de sus hogares pero en un ambiente marinero. La estancia puede ser ampliada según las circunstancias de cada uno, pero suelen limitarse a una semana. Tal como llegué yo tras mi viaje desde Madrid, no tengo más que palabras de agradecimiento a la Casa del Mar de Burela y a las personas que me atendieron.
Volví a pasar por la cofradía para ver si estaba el patrón del A. Vieira, pero no tuve suerte, así que volví al pueblo para comprar algunas cosas que había olvidado en Madrid. Burela es un pueblo con cerca de 8000 habitantes, que se ha desarrollado gracias a la actividad del puerto pesquero. Entonces, en 1989, pertenecía al ayuntamiento de Cervo, una pequeña aldea a un par de kilómetros hacia el oeste, curiosamente mucho más pequeña en habitantes e infraestructura. Ya hablaban de segregarse, porque no era lógica la situación y eso ocurrió posteriormente en 1994.
Así, a primera vista, comprobé que era uno de esos pueblos lineales desarrollados a lo largo de la carretera nacional (la N-642) y atrapado entre el mar y el monte Castelo. La arquitectura era la típica de esos pueblos de reciente crecimiento aunque inicialmente no distinguí ningún casco antiguo o algo parecido. Ya habría tiempo para ello. Intuía que uno de los fuertes de la zona sería su cultura gastronómica, pero por aquel entonces no tenía ni referencias de buenos sitios para comer, ni mucho dinero para gastar. Di una vuelta por sus calles, llamé por teléfono a casa desde una cabina y me fui a cenar a la Casa del Mar.
Allí me atendieron como un rey. Cené de lujo, con una camarera simpatiquísima que se interesó por mi vida en Burela. Al igual que el viejecito que me acercó hasta allí, ella me habló muy bien del Alfredo Vieira y de su tripulación. A pesar de que era tarde y del día que había tenido, decidí salir a dar otra vuelta por el pueblo. La temperatura era agradable, aunque la niebla se sentía fresca en la cara.
Al día siguiente me acerqué al puerto para ver si había alguien en el barco. Vi a dos marineros, uno rubio alto y con bigote que rondaba los cuarenta años y otro moreno, más bajo y más cercano a los treinta.
Le pregunté al rubio por el patrón y me señaló al joven. No me esperaba ver a un hombre tan joven como patrón del Alfredo Vieira. A primera vista parecía tener cara de pocos amigos, hablándome muy serio y esquivando la mirada. Me presenté y me enseñó mi camarote.
Después de bajar por unas escaleras peligrosas seguimos por unos pasillos muy estrechos con los techos demasiado bajos para mi altura. Llegamos a una habitación justo al lado de la entrada a la sala de máquinas. El camarote tenía un pequeño ojo de buey delante de la puerta y a la izquierda se alineaban dos literas con cuatro taquillas pequeñas. Pensé que me resultaría complicado meter todo mi equipaje en ese pequeño armario si tenía que compartir el camarote con otros tres marineros. También dudé de que fuera capaz de meterme en esa pequeña cama sino era hecho un cuatro, literalmente. Problemas de altura.
Me preguntó si tenía colchoneta, manta y sábanas y le dije que no, con cara de sorpresa y preocupación. Nadie me había dicho nada al respecto. – Luego arreglaré eso, ya que zarparemos a las 3 de la madrugada, – me dijo. – Tengo toda la tarde para hacerlo.
Se llama José Ramón, aunque aquí le llaman Ramón o más bien o demo, como me enteré después. Realmente es el 2º patrón o skipper, como dicen los anglosajones. Sin embargo a pesar de mi primera impresión tengo que adelantar que es una persona extraordinaria. Alegre, divertido, comprometido, trabajador, que me ayudó muchísimo mientras estuve embarcado y le sigo considerando, a pesar de los años, como un gran amigo.
Me comentó que cada salida al mar tenía una duración aproximada de 1 mes. Las llamaba mareas. Al final de cada marea debía volver a puerto a desembarcar el pescado porque corría el riesgo de estropearse. Se conservaba refrigerado cubierto con capas de hielo en escamas, no congelado, y por eso las primeras capturas no podrían aguantar mucho más. Eso significaba que dentro de un mes aproximadamente estaríamos de vuelta para pasar 3 días en tierra descargando el pescado, reponiendo víveres y combustible.
Dejé la cámara en la taquilla y fui a por el maletón que había dejado en la Cofradía. Volví a ver al Patrón Mayor y me facilitó una dirección de correo para escribirme con mi familia y amigos y me confirmó que podía quedarme en la Casa del Mar el tiempo necesario.
Al llevar la maleta con los trastos del IEO al barco vi a otro marinero de cuarenta y muchos años que me miró sorprendido al principio hasta que me presenté. Hablamos un poco aunque apenas podía entenderle por el chapurreado entre gallego y castellano, pero me ayudó con la maleta hasta mi camarote. Me dijo que el ruido de los motores apenas se oía. – ¿Bebe viño? – me preguntó. Al decirle que prefería agua me recomendó que me trajese del pueblo un par de cajas de botellas de agua para el viaje, porque en el barco no lo iba a encontrar.
Volví a la cofradía a por el resto del material. Al volver al barco ya estaba Ramón con una manta y un par de sábanas de su propiedad que me ofreció para el viaje y que acepté agradecido.
En ese momento conocí al que se consideraba o mellor homme a bordo, Antonio el cocinero. Le llamaban Bueu, por su procedencia de aquella localidad de Pontevedra. Le dejé claro que yo comía de todo, así que conmigo no iba a tener problemas de ningún tipo.
Metí la bolsa con los estadillos del IEO en la taquilla aunque me llevé algunos formularios para repasarlos más tarde. Ramón, o demo, me acompaño en su Renault 5 azul al supermercado porque también él quería comprar agua, además de un par de mangueras y una bomba de agua.
Dejamos las mangueras y la bomba en una pescadería donde también tenían viveros para marisco y luego fuimos al bar en donde compramos el agua. Allí me abrieron una cuenta para pagar todo al final de la campaña.
Seguimos hablando en el bar sobre la pesca y sobre mi, también con la señora que nos atendía. Todos se conocían y la noticia de que el biólogo del IEO estaba en Burela ya la conocían todos. Había curiosidad por conocer al biólogo marino de Madrid.
Al volver al barco vi una bandera del atlético de Madrid y se lo pregunté. – Si, soy del Atleti, aunque en el barco los hay del Madrid, del Barça y se montan unas buenas discusiones acerca del fútbol que no veas. Me alegré de ello porque me gusta el fútbol y es un buen tema de conversación con gente que no conoces. Descargamos el agua en el barco y me despedí de Ramón hasta la noche.
El día lo pasé en el pueblo entre llamadas a la familia y algunas compras de última hora. Localicé una tienda de fotografía para comprar más carretes de diapositivas. Sólo tenían Ecktachrome 200, y aunque era caro compré un par de ellos más.
En el restaurante de la Casa del Mar comí otra vez muy bien. Otra de las camareras me atendió especialmente bien. Qué tendrán las camareras de aquí que son simpatiquísimas, no lo sé,… o tal vez yo era la novedad con la que luego ellas charlarían de mi con sus amigos o familiares.
Por la tarde, en mi habitación, volví a repasar las instrucciones para rellenar los estadillos o informes que debía enviar al IEO y me hice un esquema mental sobre la forma de trabajar:
– Formulario A, para rellenarlo con tranquilidad en mi camarote o en el puerto.
– Formulario B, en el camarote, cada hora o con los datos tomados de un cuaderno de campo (o de mar) que me propongo llevar encima.
– Formulario C, en la tablilla rígida y colgado del cinturón cuando esté esperando, para tener las manos libres y poder coger el calibre.
Aquí tumbado en la cama se piensan muchas cosas, pero en este viaje me he dado cuenta de cómo te cambia la vida cuando terminamos los estudios universitarios. En un trabajo como éste, en un ambiente tan desconocido para mí, te sientes tan solo que no sabes cómo vas a responder ante tus obligaciones. Sí, eres adulto y te has preparado para esto, pero tus propias inseguridades trabajan en tu contra. Hay gente que es capaz de comerse el mundo en cualquier situación, pero yo no soy de ésos. He sido buen amigo de mis amigos y creo, querido por todos, pero no he tenido nunca una personalidad arrolladora, capaz de enfrentarse a situaciones nuevas con solvencia, o al menos eso creía. Aquí solo, trabajando para toda una institución como el IEO, pero solo, debía enfrentarme a situaciones nuevas. Lo más importante sería mi relación con los pescadores. No sé como reaccionarán unos bregados marineros con sal en las venas y la piel curtida por el sol y los vientos del Norte ante un madrileño espigado sin experiencia en la mar. Allá donde fueres haz lo que vieres, decía el refrán, y pensaba cumplirlo a rajatabla. Intentaría echar una mano a cualquier miembro de la tripulación si podía hacerlo, e intentaría también ser honrado y sincero. Con esas premisas creo que se puede encarar cualquier situación.
A la larga me funcionó bien. Aquí la prepotencia te puede llevar a darte un baño o a acabar rodando por la borda por culpa de un bandazo, sin nadie que te sujete o te prevenga de una ola. Sin embargo, con el transcurso de los días me fui convirtiendo en un marinero más, cumpliendo con mi trabajo pero además ayudando a los demás en lo que podía. Mis manos se llenaron de callos y fui capaz de subir a bordo mi primer pez, un buen ejemplar de bonito de unos 20 kg que podéis ver en la foto del blog anterior. Mis largos brazos me permitían enganchar fácilmente con el raño, una vara alargada terminada en un garfio, los peces atrapados por los anzuelos para izarlos a cubierta. Aunque no llegué a enjuagarme la boca con ginebra, como vi hacer a alguno, sí empecé a degustar buenos vinos junto con los compañeros de faena. En los escasos días que pasábamos en tierra me invitaban a sus casas y a salir de copas con ellos, e incluso me querían casar con la hija del Labrego, pero ésas son historias que llegarán más adelante.
Desde el principio me di cuenta de la importancia de las relaciones personales, también en la vida laboral. Con el tiempo mis compañeros de trabajo o mis clientes han llegado a convertirse en mis amigos y eso ocurrió en Burela. A pesar del tiempo y la distancia sigo considerando a muchos de ellos como buenos amigos, de esos de toda la vida.
Pero antes yo era el bicho raro de Madrid, el biólogo que vino con el maletón, la cámara de fotos y los extraños aparejos de trabajo. Al principio no me trataron mal, más bien al contrario, pero tuve que soportar algunas bromas de novato que recuerdo sin rencor ninguno.
Algunos pescadores me habían hablado de Gran Sol, que es donde yo creía que iba a ir. Para ellos era como el mar del infierno porque si te sorprende un temporal en esa zona no puedes retroceder y te obliga a arribar a algún puerto de Irlanda. Pensé entonces que no íbamos a faenar por allí y que las aguas iban a estar calmadas durante la navegación gracias a las condiciones climáticas que teníamos ahora. Error, error y error. Alguien dijo recientemente que la mar es como una dama caprichosa que cambia de cara cuando menos te lo esperas y por todos los diablos que es cierta tal afirmación.
Continuará en III ¡Zarpamos!.