La Costera del Bonito (I Burela)
Sábado 15 de julio de 1989
La historia empezó el día que sonó el teléfono, a la una de la tarde.
Reconocí el acento gallego del Patrón Mayor de la Cofradía de Pescadores del puerto lucense de Burela. Me decía, medio en gallego medio en castellano, que debía estar el lunes en el puerto porque el barco, el “Alfredo Vieira”, zarpaba en la madrugada del martes.
Quién me iba a decir a mí, madrileño «terrícola», que encontraría mi primer trabajo como biólogo a bordo de un pesquero gallego navegando en Gran Sol en busca del preciado bonito del norte. Quizá mis abuelos maternos, gallegos, tuvieron que ver. Aunque vivían lejos de la costa, seguro que respiraban aire marino.
Meses antes había destacado como voluntario en «Vertebrados», asignatura del último curso de Biología, en la Complutense. No me lo pensé dos veces cuando Manolo Fernández Cruz, mi profesor, pidió voluntarios para trabajar en el laboratorio, extrayendo los otolitos de las cabezas de diferentes especies de peces, y analizando sus escamas. Los otolitos son minúsculos huesos que se forman dentro del oído del pez, que crecen como los anillos de los árboles. Como las escamas se hacen más grandes de igual forma, contando esos anillos se calcula la edad del pez. No se me daba mal, a pesar del minúsculo tamaño que tenía cada huesecillo. Tenía bastante habilidad con el bisturí, la punta enmangada y la lanceta, con los ojos pegados a la lupa binocular. El trabajo me restaba horas de estudio, pero unas buenas prácticas eran muy importantes en mi formación como biólogo.
Un buen día Manolo nos reunió a todos los estudiantes voluntarios del departamento para comentarnos que el Instituto Español de Oceanografía buscaba biólogos para embarcarlos como observadores en buques pesqueros del norte de España. La actividad estaba programada en un proyecto europeo de conservación del atún atlántico, coordinado por el IEO. El trabajo consistía en obtener información de las capturas realizadas durante la «costera del bonito» como se conoce en el mundo pesquero, así como la posición de los buques, el tipo de flota que faena por esas aguas, las condiciones meteorológicas, las especies capturadas, el tamaño de los individuos, y otros datos necesarios para que los biólogos del IEO evalúen el estado de la pesquería. La duración del contrato coincidiría con la de la costera, de junio a octubre, con un buen sueldo para un primer empleo a bordo.
Tardé poco en decidirme. Aunque mis experiencias en embarcaciones se limitaban a alguna salida en la playa con el barco del amigo de un amigo y los paseos en bote en el Retiro o en el lago de la Casa de Campo, supe que si rechazaba esta oportunidad me arrepentiría el resto de mi vida. No tenía ni idea de en donde me metía, pero intuía que iba a vivir experiencias que no todo el mundo puede disfrutar… o sufrir. Entonces, como ahora, no era sencillo encontrar un trabajo al terminar la carrera y menos en esta ciencia de la vida que yo había elegido. Y no era cuestión de rechazarlo y no solo por el dinero, obviamente. Era la oportunidad de vivir una aventura diferente en un barco pesquero con 10 ó 15 marineros, aplicando por primera vez la formación adquirida en la carrera.
Los meses que quedaban para el comienzo de la costera nos dedicamos a buscar información sobre los protocolos de trabajo para recoger los datos a bordo, sin descuidar las otras asignaturas. Recibimos el material proporcionado por el IEO para realizar las mediciones del tamaño de los peces: un calibre de 1 m de largo, enorme, como no había visto nunca, y los estadillos que debíamos rellenar con todos los datos de las capturas y las coordenadas de posición. También nos facilitaron la ropa de agua impermeable, de color verde junto con las botas de agua negras.
Aunque la flota disponía de sistemas de posicionamiento global (GPS) que permitían conocer las coordenadas de situación de los barcos, éstos no se monitorizaban desde tierra. No había internet ni teléfonos móviles, y la única forma de contactar con tierra era a través de la radio. Hoy día, los biólogos que se embarcan a bordo de los pesqueros sí disponen de toda esta tecnología moderna para obtener la máxima información de las capturas y las maniobras del barco.
Los barcos que participaban en el proyecto tenían sus bases en distintos puertos del norte de la Península, con el objetivo de cubrir las diferentes artes de pesca que se utilizan. A mi me tocó Burela, en la Mariña lucense, en Galicia, en donde se captura el bonito al curricán, o cacea, un arte de anzuelo. Era mi primera visita a aquella costa y aquel pueblo.
En esos días de junio me licencié en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid. Se terminaba una etapa de mi vida, que todos a la larga echamos de menos. En ese momento debes decidir entre buscar trabajo o seguir especializándote en alguna disciplina con futuro interesante. De momento tenía que concentrarme en realizar bien mi primera tarea como biólogo. Las cuestiones administrativas relacionadas con la firma del contrato fueron un tanto precarias, aunque yo suponía que el IEO tenía mucha experiencia en la redacción y firma de los contratos de trabajo. Por aquellos años en la facultad no nos enseñaban nada de temas administrativos o laborales, firmas, derechos o cotizaciones a la seguridad social. La verdad es que hoy en día los estudiantes siguen igual de desinformados que entonces, y eso que ahora en tienen abierta la puerta de internet…
Tenía claro cómo desplazarme a Burela y solo necesitaba cerrar la fecha para sacar los billetes. Iría en autobús durante toda la noche hasta Ribadeo, en la orilla gallega del río Eo, para luego coger otro autobús que pasaba por Burela. No tenía tan claro la ropa que debía llevarme y, como comprobé más adelante, me quedé corto de ropa de abrigo. De esta forma estaba preparado desde primeros de julio para recibir la llamada del embarque. Mientras tanto, disfrutaba de las vacaciones veraniegas a la espera del comienzo de la aventura.
Y la llamada llegó el sábado 15 de julio de 1989, a mediodía. Esa misma tarde compré los billetes del autobús y, por la noche, me despedí de Madrid y de mis amigos.
Ese domingo veraniego hacía calor en Madrid, pero yo sudaba más de lo normal. Preparé el equipaje, con el calibre y una maleta enorme y mi inseparable cámara, mi Pentax ME Super, con algunos objetivos y muchos carretes de diapositivas. A primera hora de la noche mis padres me acercaron a la Estación Sur de autobuses. Encontramos el Intercar Madrid-Lugo-Luarca y 15 minutos antes de medianoche ya me había despedido de mis padres y estaba en mi asiento, con el walkman preparado para el viaje. Ni siquiera durante la mili había pasado tanto tiempo fuera de casa por lo que esta vez la despedida fue diferente, más emotiva.
A las doce y un minuto el autobús arrancó y partimos en dirección al noroeste, a mi aventura marinera.
Continuará en II La llegada.